viernes, 8 de septiembre de 2017

(6-11 DE SEPTIEMBRE DE 2017)
ENCUENTRO CON EL COMITÉ DIRECTIVO DEL CELAM
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Nunciatura apostólica, Bogotá
Jueves 7 de septiembre de 2017
Queridos hermanos, gracias por este encuentro y por las cálidas
palabras de bienvenida del Presidente de la Conferencia del Episcopado
Latinoamericano. De no haber sido por las exigencias de la agenda, muy
apretada, hubiera querido encontrarlos en la sede del CELAM. Les
agradezco la delicadeza de estar aquí en este momento.
Agradezco el esfuerzo que hacen para transformar esta Conferencia
Episcopal continental en una casa al servicio de la comunión y de la
misión de la Iglesia en América Latina; en un centro propulsor de la
conciencia discipular y misionera; en una referencia vital para la
comprensión y la profundización de la catolicidad latinoamericana,
delineada gradualmente por este organismo de comunión durante décadas
de servicio. Y hago propicia la ocasión para animar los recientes
esfuerzos con el fin de expresar esta solicitud colegial mediante el
Fondo de Solidaridad de la Iglesia Latinoamericana.
Hace cuatro años, en Río de Janeiro, tuve ocasión de hablarles sobre
la herencia pastoral de Aparecida, último acontecimiento sinodal de la
Iglesia Latinoamericana y del Caribe. En aquel momento subrayaba la
permanente necesidad de aprender de su método, sustancialmente
compuesto por la participación de las Iglesias locales y en sintonía
con los peregrinos que caminan en busca del rostro humilde de Dios que
quiso manifestarse en la Virgen pescada en las aguas, y que se
prolonga en la misión continental que quiere ser, no la suma de
iniciativas programáticas que llenan agendas y también desperdician
energías preciosas, sino el esfuerzo para poner la misión de Jesús en
el corazón de la misma Iglesia, transformándola en criterio para medir
la eficacia de las estructuras, los resultados de su trabajo, la
fecundidad de sus ministros y la alegría que ellos son capaces de
suscitar. Porque sin alegría no se atrae a nadie.
Me detuve entonces en las tentaciones, todavía presentes, de la
ideologización del mensaje evangélico, del funcionalismo eclesial y
del clericalismo, porque está siempre en juego la salvación que nos
trae Cristo. Esta debe llegar con fuerza al corazón del hombre para
interpelar su libertad, invitándolo a un éxodo permanente desde la
propia autorreferencialidad hacia la comunión con Dios y con los demás
hermanos.
Dios, al hablar en Jesús al hombre, no lo hace con un vago reclamo
como a un forastero, ni con una convocación impersonal como lo haría
un notario, ni con una declaración de preceptos a cumplir como lo hace
cualquier funcionario de lo sacro. Dios habla con la inconfundible voz
del Padre al hijo, y respeta su misterio porque lo ha formado con sus
mismas manos y lo ha destinado a la plenitud. Nuestro mayor desafío
como Iglesia es hablar al hombre como portavoz de esta intimidad de
Dios, que lo considera hijo, aun cuando reniegue de esa paternidad,
porque para Él somos siempre hijos reencontrados.
No se puede, por tanto, reducir el Evangelio a un programa al servicio
de un gnosticismo de moda, a un proyecto de ascenso social o a una
concepción de la Iglesia como una burocracia que se autobeneficia,
como tampoco esta se puede reducir a una organización dirigida, con
modernos criterios empresariales, por una casta clerical.
La Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesús; la Iglesia es
Misterio (cf. Lumen Gentium, 5) y Pueblo (cf. ibíd., 9), o mejor aún:
en ella se realiza el Misterio a través del Pueblo de Dios.
Por eso insistí sobre el discipulado misionero como un llamado divino
para este hoy tenso y complejo, un permanente salir con Jesús para
conocer cómo y dónde vive el Maestro. Y mientras salimos en su
compañía conocemos la voluntad del Padre, que siempre nos espera. Sólo
una Iglesia Esposa, Madre, Sierva, que ha renunciado a la pretensión
de controlar aquello que no es su obra sino la de Dios, puede
permanecer con Jesús aun cuando su nido y su resguardo es la cruz.
Cercanía y encuentro. Cercanía y encuentro son los instrumentos de
Dios que, en Cristo, se ha acercado y nos ha encontrado siempre. El
misterio de la Iglesia es realizarse como sacramento de esta divina
cercanía y como lugar permanente de este encuentro. De ahí la
necesidad de la cercanía del obispo a Dios, porque en Él se halla la
fuente de la libertad y de la fuerza del corazón del pastor, así como
de la cercanía al Pueblo Santo que le ha sido confiado. En esta
cercanía el alma del apóstol aprende a hacer tangible la pasión de
Dios por sus hijos.
Aparecida es un tesoro cuyo descubrimiento todavía está incompleto.
Estoy seguro de que cada uno de ustedes descubre cuánto se ha
enraizado su riqueza en las Iglesias que llevan en el corazón. Como
los primeros discípulos enviados por Jesús en plan misionero, también
nosotros podemos contar con entusiasmo todo cuanto hemos hecho (cf. Mc
6,30).
Sin embargo, es necesario estar atentos. Las realidades indispensables
de la vida humana y de la Iglesia no son nunca un monumento sino un
patrimonio vivo. Resulta mucho más cómodo transformarlas en recuerdos
de los cuales se celebran los aniversarios: ¡50 años de Medellín, 20
de Ecclesia in America, 10 de Aparecida! En cambio, es otra cosa:
custodiar y hacer fluir la riqueza de tal patrimonio (pater - munus)
constituyen el munus de nuestra paternidad episcopal hacia la Iglesia
de nuestro continente.
Bien saben que la renovada conciencia, de que al inicio de todo está
siempre el encuentro con Cristo vivo, requiere que los discípulos
cultiven la familiaridad con Él; de lo contrario el rostro del Señor
se opaca, la misión pierde fuerza, la conversión pastoral retrocede.
Orar y cultivar el trato con Él es, por tanto, la actividad más
improrrogable de nuestra misión pastoral.
A sus discípulos, entusiastas de la misión cumplida, Jesús les dijo:
«Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado» (Mc 6,31). Nosotros
necesitamos más todavía este estar a solas con el Señor para
reencontrar el corazón de la misión de la Iglesia en América Latina en
sus actuales circunstancias. ¡Hay tanta dispersión interior y también
exterior! Los múltiples acontecimientos, la fragmentación de la
realidad, la instantaneidad y la velocidad del presente, podrían
hacernos caer en la dispersión y en el vacío. Reencontrar la unidad es
un imperativo.
¿Dónde está la unidad? Siempre en Jesús. Lo que hace permanente la
misión no es el entusiasmo que inflama el corazón generoso del
misionero, aunque siempre es necesario; más bien es la compañía de
Jesús mediante su Espíritu. Si no salimos con Él en la misión pronto
perderíamos el camino, arriesgándonos a confundir nuestras necesidades
vacuas con su causa. Si la razón de nuestro salir no es Él será fácil
desanimarse en medio de la fatiga del camino, o frente a la
resistencia de los destinatarios de la misión, o ante los cambiantes
escenarios de las circunstancias que marcan la historia, o por el
cansancio de los pies debido al insidioso desgaste causado por el
enemigo.
No forma parte de la misión ceder al desánimo cuando, quizás, habiendo
pasado el entusiasmo de los inicios, llega el momento en el que tocar
la carne de Cristo se vuelve muy duro. En una situación como esta,
Jesús no alienta nuestros miedos. Y como bien sabemos que a ningún
otro podemos ir, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn
6,68), es necesario en consecuencia, profundizar nuestra elección.
¿Qué significa concretamente salir con Jesús en misión hoy en América
Latina? El adverbio «concretamente» no es un detalle de estilo
literario, más bien pertenece al núcleo de la pregunta. El Evangelio
es siempre concreto, jamás un ejercicio de estériles especulaciones.
Conocemos bien la recurrente tentación de perderse en el bizantinismo
de los doctores de la ley, de preguntarse hasta qué punto se puede
llegar sin perder el control del propio territorio demarcado o del
presunto poder que los límites prometen.
Mucho se ha hablado sobre la Iglesia en estado permanente de misión.
Salir con Jesús es la condición para tal realidad. Salir, sí, pero con
Jesús. El Evangelio habla de Jesús que, habiendo salido del Padre,
recorre con los suyos los campos y los poblados de Galilea. No se
trata de un recorrido inútil del Señor. Mientras camina, encuentra;
cuando encuentra, se acerca; cuando se acerca, habla; cuando habla,
toca con su poder; cuando toca, cura y salva. Llevar al Padre a
cuantos encuentra es la meta de su permanente salir, sobre el cual
debemos reflexionar continuamente y hacer un examen de conciencia. La
Iglesia debe reapropiarse de los verbos que el Verbo de Dios conjuga
en su divina misión. Salir para encontrar, sin pasar de largo;
reclinarse sin desidia; tocar sin miedo. Se trata de que se metan día
a día en el trabajo de campo, allí donde vive el Pueblo de Dios que
les ha sido confiado. No nos es lícito dejarnos paralizar por el aire
acondicionado de las oficinas, por las estadísticas y las estrategias
abstractas. Es necesario dirigirse al hombre en su situación concreta;
de él no podemos apartar la mirada. La misión se realiza siempre
cuerpo a cuerpo.
Una Iglesia capaz de ser sacramento de unidad
¡Se ve tanta dispersión en nuestro entorno! Y no me refiero solamente
a la de la rica diversidad que siempre ha caracterizado el continente,
sino a las dinámicas de disgregación. Hay que estar atentos para no
dejarse atrapar en estas trampas. La Iglesia no está en América Latina
como si tuviera las maletas en la mano, lista para partir después de
haberla saqueado, como han hecho tantos a lo largo del tiempo. Quienes
obran así miran con sentido de superioridad y desprecio su rostro
mestizo; pretenden colonizar su alma con las mismas fallidas y
recicladas fórmulas sobre la visión del hombre y de la vida, repiten
iguales recetas matando al paciente mientras enriquecen a los médicos
que los mandan; ignoran las razones profundas que habitan en el
corazón de su pueblo y que lo hacen fuerte exactamente en sus sueños,
en sus mitos, a pesar de los numerosos desencantos y fracasos;
manipulan políticamente y traicionan sus esperanzas, dejando detrás de
sí tierra quemada y el terreno pronto para el eterno retorno de lo
mismo, aun cuando se vuelva a presentar con vestido nuevo. Hombres y
utopías fuertes han prometido soluciones mágicas, respuestas
instantáneas, efectos inmediatos. La Iglesia, sin pretensiones
humanas, respetuosa del rostro multiforme del continente, que
considera no una desventaja sino una perenne riqueza, debe continuar
prestando el humilde servicio al verdadero bien del hombre
latinoamericano. Debe trabajar sin cansarse para construir puentes,
abatir muros, integrar la diversidad, promover la cultura del
encuentro y del diálogo, educar al perdón y a la reconciliación, al
sentido de justicia, al rechazo de la violencia y al coraje de la paz.
Ninguna construcción duradera en América Latina puede prescindir de
este fundamento invisible pero esencial.
La Iglesia conoce como pocos aquella unidad sapiencial que precede
cualquier realidad en América Latina. Convive cotidianamente con
aquella reserva moral sobre la que se apoya el edificio existencial
del continente. Estoy seguro de que mientras estoy hablando de esto
ustedes podrían darle nombre a esta realidad. Con ella debemos
dialogar continuamente. No podemos perder el contacto con este
sustrato moral, con este humus vital que reside en el corazón de
nuestra gente, en el que se percibe la mezcla casi indistinta, pero al
mismo tiempo elocuente, de su rostro mestizo: no únicamente indígena,
ni hispánico, ni lusitano, ni afroamericano, sino mestizo,
¡latinoamericano!
Guadalupe y Aparecida son manifestaciones programáticas de esta
creatividad divina. Bien sabemos que esto está en la base sobre la que
se apoya la religiosidad popular de nuestro pueblo; es parte de su
singularidad antropológica; es un don con el que Dios se ha querido
dar a conocer a nuestra gente. Las páginas más luminosas de la
historia de nuestra Iglesia han sido escritas precisamente cuando se
ha sabido nutrir de esta riqueza, hablar a este corazón recóndito que
palpita custodiando, como un pequeño fueguito encendido bajo las
aparentes cenizas, el sentido de Dios y de su trascendencia, la
sacralidad de la vida, el respeto por la creación, los lazos de
solidaridad, la alegría de vivir, la capacidad de ser feliz sin
condiciones.
Para hablar a esta alma que es profunda, para hablar a la
Latinoamérica profunda, a la Iglesia no le queda otro camino que
aprender continuamente de Jesús. Dice el Evangelio que hablaba sólo en
parábolas (cf. Mc 4,34). Imágenes que involucran y hacen partícipes,
que transforman a los oyentes de su Palabra en personajes de sus
divinos relatos. El santo Pueblo fiel de Dios en América Latina no
comprende otro lenguaje sobre Él. Estamos invitados a salir en misión
no con conceptos fríos que se contentan con lo posible, sino con
imágenes que continuamente multiplican y despliegan sus fuerzas en el
corazón del hombre, transformándolo en grano sembrado en tierra buena,
en levadura que incrementa su capacidad de hacer pan de la masa, en
semilla que esconde la potencia del árbol fecundo.
Una Iglesia capaz de ser sacramento de esperanza
Muchos se lamentan de cierto déficit de esperanza en la América Latina
actual. A nosotros no nos está consentida la «quejumbrosidad», porque
la esperanza que tenemos viene de lo alto. Además, bien sabemos que el
corazón latinoamericano ha sido amaestrado por la esperanza. Como
decía un cantautor brasileño «a esperança è equilibrista; dança na
corda bamba de sombrinha» (João Bosco, O Bêbado e a Equilibrista).
Cuidado. Y cuando se piensa que se ha acabado, hela aquí nuevamente
donde nosotros menos la esperabamos. Nuestro pueblo ha aprendido que
ninguna desilusión es suficiente para doblegarlo. Sigue al Cristo
flagelado y manso, sabe desensillar hasta que aclare y permanece en la
esperanza de su victoria, porque —en el fondo— tiene conciencia que no
pertenece totalmente a este mundo.
Es indudable que la Iglesia en estas tierras es particularmente un
sacramento de esperanza, pero es necesario vigilar sobre la
concretización de esta esperanza. Tanto más trascendente cuanto más
debe transformar el rostro inmanente de aquellos que la poseen. Les
ruego que vigilen sobre la concretización de la esperanza y
consiéntanme recordarles algunos de sus rostros ya visibles en esta
Iglesia latinoamericana.
La esperanza en América Latina tiene un rostro joven
Se habla con frecuencia de los jóvenes —se declaman estadísticas sobre
el continente del futuro—, algunos ofrecen noticias sobre su presunta
decadencia y sobre cuánto estén adormilados, otros aprovechan de su
potencial para consumir, no pocos les proponen el rol de peones del
tráfico de la droga y de la violencia. No se dejen capturar por tales
caricaturas sobre sus jóvenes. Mírenlos a los ojos, busquen en ellos
el coraje de la esperanza. No es verdad que estén listos para repetir
el pasado. Ábranles espacios concretos en las Iglesias particulares
que les han sido confiadas, inviertan tiempo y recursos en su
formación. Propongan programas educativos incisivos y objetivos
pidiéndoles, como los padres le piden a los hijos, el resultado de sus
potencialidades y educando su corazón en la alegría de la profundidad,
no de la superficialidad. No se conformen con retóricas u opciones
escritas en los planes pastorales jamás puestos en práctica.
He escogido Panamá, el istmo de este continente, para la Jornada
Mundial de la Juventud del 19 que será celebrada siguiendo el ejemplo
de la Virgen que proclama: «He aquí la sierva» y «se cumpla en mí» (Lc
1,38). Estoy seguro de que en todos los jóvenes se esconde un istmo,
en el corazón de todos nuestros chicos hay un pequeño y alargado
pedazo de terreno que se puede recorrer para conducirlos hacia un
futuro que sólo Dios conoce y a Él le pertenece. Toca a nosotros
presentarles grandes propuestas para despertar en ellos el coraje de
arriesgarse junto a Dios y de hacerlos, como la Virgen, disponibles.
La esperanza en América Latina tiene un rostro femenino
No es necesario que me alargue para hablar del rol de la mujer en
nuestro continente y en nuestra Iglesia. De sus labios hemos aprendido
la fe; casi con la leche de sus senos hemos adquirido los rasgos de
nuestra alma mestiza y la inmunidad frente a cualquier desesperación.
Pienso en las madres indígenas o morenas, pienso en las mujeres de la
ciudad con su triple turno de trabajo, pienso en las abuelas
catequistas, pienso en las consagradas y en las tan discretas
artesanas del bien. Sin las mujeres la Iglesia del continente perdería
la fuerza de renacer continuamente. Son las mujeres quienes, con
meticulosa paciencia, encienden y reencienden la llama de la fe. Es un
serio deber comprender, respetar, valorizar, promover la fuerza
eclesial y social de cuanto realizan. Acompañaron a Jesús misionero;
no se retiraron del pie de la cruz; en soledad esperaron que la noche
de la muerte devolviese al Señor de la vida; inundaron el mundo con el
anuncio de su presencia resucitada. Si queremos una nueva y vivaz
etapa de la fe en este continente, no la vamos a obtener sin las
mujeres. Por favor, no pueden ser reducidas a siervas de nuestro
recalcitrante clericalismo; ellas son, en cambio, protagonistas en la
Iglesia latinoamericana; en su salir con Jesús; en su perseverar,
incluso en el sufrimiento de su Pueblo; en su aferrarse a la esperanza
que vence a la muerte; en su alegre modo de anunciar al mundo que
Cristo está vivo, y ha resucitado.
La esperanza en América Latina pasa a través del corazón, la mente y
los brazos de los laicos
Quisiera reiterar lo que recientemente he dicho a la Pontificia
Comisión para América Latina. Es un imperativo superar el clericalismo
que infantiliza a los Christifideles laici y empobrece la identidad de
los ministros ordenados.
Si bien se invirtió mucho esfuerzo y algunos pasos han sido dados, los
grandes desafíos del continente permanecen sobre la mesa y continúan
esperando la concretización serena, responsable, competente,
visionaria, articulada, consciente, de un laicado cristiano que, como
creyente, esté dispuesto a contribuir en los procesos de un auténtico
desarrollo humano, en la consolidación de la democracia política y
social, en la superación estructural de la pobreza endémica, en la
construcción de una prosperidad inclusiva fundada en reformas
duraderas y capaces de preservar el bien social, en la superación de
la desigualdad y en la custodia de la estabilidad, en la delineación
de modelos de desarrollo económico sostenibles que respeten la
naturaleza y el verdadero futuro del hombre, que no se resuelve con el
consumismo desmesurado, así como también en el rechazo de la violencia
y la defensa de la paz.
Y algo más: en este sentido, la esperanza debe siempre mirar al mundo
con los ojos de los pobres y desde la situación de los pobres. Ella es
pobre como el grano de trigo que muere (cf. Jn 12,24), pero tiene la
fuerza de diseminar los planes de Dios.
La riqueza autosuficiente con frecuencia priva a la mente humana de la
capacidad de ver, sea la realidad del desierto sea los oasis
escondidos. Propone respuestas de manual y repite certezas de
talkshows; balbucea la proyección de sí misma, vacía, sin acercarse
mínimamente a la realidad. Estoy seguro que en este difícil y confuso
pero provisorio momento que vivimos, las soluciones para los problemas
complejos que nos desafían nacen de la sencillez cristiana que se
esconde a los poderosos y se muestra a los humildes: la limpieza de la
fe en el Resucitado, el calor de la comunión con Él, la fraternidad,
la generosidad y la solidaridad concreta que también brota de la
amistad con Él.
Todo esto lo quisiera resumir en una frase que les dejo como síntesis,
síntesis y recuerdo de este encuentro: Si queremos servir desde el
CELAM, a nuestra América Latina, lo tenemos que hacer con pasión. Hoy
hace falta pasión. Poner el corazón en todo lo que hagamos, pasión de
joven enamorado y de anciano sabio, pasión que transforma las ideas en
utopías viables, pasión en el trabajo de nuestras manos, pasión que
nos convierte en continuos peregrinos en nuestras Iglesias como
—permítanme recordarlo— santo Toribio de Mogrovejo, que no se instaló
en su sede: de 24 años de episcopado, 18 los pasó entre los pueblos de
su diócesis. Hermanos, por favor, les pido pasión, pasión
evangelizadora.
A ustedes, hermanos obispos del CELAM, a las Iglesias locales que
representan y al entero pueblo de América Latina y del Caribe, los
confío a la protección de la Virgen, invocada con los nombres de
Guadalupe y Aparecida, con la serena certeza de que Dios, que ha
hablado a este continente con el rostro mestizo y moreno de su Madre,
no dejará de hacer resplandecer su benigna luz en la vida de todos.
Gracias.